Milagro

La actitud de los cristianos ante los milagros suele moverse entre extremos difícilmente conciliables: por una parte, están aquellos creyentes que subordinan la fe a un "signo del cielo", es decir, a un hecho prodigioso y espectacular que se imponga por la fuerza de lo sensacional y llamativo; por otra, están los que, desde posiciones decididamente racionalistas, excluyen, paradójicamente, del ámbito de la fe todo lo que desborda los límites de la comprensión racional. Los extremos son, dicho en síntesis, el milagrerismo y el racionalismo.

Los milagros nos constituyen una demostración arbitraria de la omnipotencia de Dios, ni se refieren a su intervención trascendente, sino que son signos de la inclusión de la realidad entera en la economía histórica de Dios y de la presencia anticipada de la salvación escatológica. El lugar originario de la posible experiencia de los milagros no es la observación metódica de las leyes de la naturaleza, tal como sucede en las ciencias de la naturaleza, sino la historia de la promesa, el encuentro con el Dios siempre mayor que es capaz de sorprendernos y de desbordar nuestros determinismos naturales e históricos con la sobreabundancia de su amor.

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