Pueblo de Dios

El Concilio Vaticano II, una vez establecido el carácter mistérico de la iglesia en el capítulo primero de la constitución Lumen gentium, ha escogido el título de pueblo de Dios como el más apto para definir el misterio de la iglesia. Así culmina el desarrollo teológico, tanto protestante como católico, que desde la década de los años cuarenta se centra en este título como el que mejor expresa la índole de la iglesia. Es además un concepto eclesiológico con amplias resonancias bíblicas, apto para facilitar un consenso ecuménico.

En cuanto pueblo de Dios, la iglesia es fraternidad de iguales. Las diferencias jerárquicas y carismáticas no pueden marginar la dignidad común, el protagonismo de todos en virtud de la consagración bautismal, y el carácter comunitario que se contrapone a una masa amorfa y pasiva. En ella debe reinar la libertad de los que se saben hijos de Dios en el Hijo y no en el miedo de los siervos que no se atreven a exteriorizarse y a vivir en la autenticidad. En ella no son válidas las diferencias de clase social, de nacionalidad, de color de la piel o de sexo. Esto es un programa y un imperativo para la comunidad que debe reflexionar a la luz del Espíritu sobre cuanto hay en ella de mundano, de forman encubiertas de racismo o de clasismo, de machismo y de nacionalismos particularistas. Sólo así puede realizarse la iglesia como "el tercer pueblo" que proclamaban los padres de la iglesia antigua.

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